Joe, el último de los suyos |
Joe era el último soldadito de plomo que quedaba en la vitrina del salón de los Andrew. Su hijo, hoy un muchacho de veintiún años, se había marchado a la Universidad, lo que había reducido prácticamente a cero las esperanzas de Joe.
Joe había visto como sus "hermanos" habían partido antes que él. Incluso se rumoreaba que el que le precedía, se había enamorado de una pastorcita de porcelana, y que en su huida de la mansión, habían caído en las zarpas del fofo y maloliente gato de la familia, para acabar dando con sus pequeños cuerpecitos en las brasas de la chimenea, donde los hallaron fundidos en un abrazo que sorprendió a propios y extraños.
Sin embargo, Joe era miedoso y carecía de la valentía de la que andaban sobrados sus compañeros. Con sólo atisbar el suelo desde su estantería, se estremecía de pánico. No obstante, era consciente de que ya nada le ataba a esa casa, donde los días de juegos, batallas y risas habían pasado. "Si pudiera derramar alguna lágrima", se decía. Pero lo único que acumulaba su casaca de un verde gastado eran motas de polvo.
Pero llegó un día en que se armó de valor y decidió dar el salto, y digo que sí lo dio. Cogió prestada la bici decimonónica de una de las muñecas de la colección de Ruth, la madre de Andrew Jr., que se alojaban en la planta inferior. Y tapándose los oídos, se deslizó como un rayo por un tablón apoyado hasta alcanzar el parquet. Pero no pudo evitar oír las insidiosas voces de las muñecas pronunciar su nombre con una mezcla de deseo y maldad:
Joe, ¿por qué te escapas? Ven a mi, cerca, más cerca. Tendremos una eternidad juntos, sin envejecer, sin esfuerzos. Veremos envejecer a nuestros amos, como ese triste gato pasa a mejor vida, y al final, todo esto que ves, los sofás de skay, las lámparas doradas o incluso la colección de vinilos será nuestro merecido legado. A los relegados y olvidados, Joe..., nuestro único consuelo, Joe...
Joe horrorizado, no pudo evitar pensar en el futuro que le pintaba Mary. Los últimos habitantes de la vieja casa, cuando ya no quedase nadie más. Los únicos testigos silenciosos e inmóviles de una época que cedió ante el tronar de los años y el olvido.
— ¡No! —gritó con todas las fuerzas que le permitieron sus diminutos pulmones—. No haréis lo mismo que con mi hermano Henry. Era el más intrépido y audaz de todos nosotros. Se proponía encontrar Light Waters. Creía en un futuro para todos, cuando ya nadie nos quisiera, cuando sólo fuésemos estúpidos ornamentos encerrados en frías vidrieras. Sin embargo, Henry sólo ha sido otra víctima más de un absurdo destino. Se enamoró de aquella triste muñeca, con su sonrisa petrificada, y creyó en sus palabras y término en el fuego —concluyó con la voz rota de dolor.
Light Waters era el libro que le leían al pequeño Andrew antes de irse a dormir. A Joe le encantaba arremolinarse bajo las mantas junto a Andrew, mientras la protectora voz de Ruth releía unos de sus pasajes preferidos:
"... Y bajo las alas amigas del Tucán Rojo se halla el corazón del bosque, donde los riachuelos que proceden de las cascadas de luz descansan, derramando sus lágrimas extasiadas por la confrontación con el Sol y devolviendo al bosque su espíritu ante la atenta mirada de miles de ojitos salpijos y húmedos y dulces como sus mismas aguas...".
Pero de eso hacía ya muchos años, momentos que guardaba en su memoria como su mayor tesoro. Ahora estaba a punto de atravesar la gatera de la puerta de la cocina, cuando sintió como unas pesadas extremidades hicieron temblar la alfombrilla.
— ¡Ya estás muy viejo para esto —dijo en voz alta, refiriéndose al orondo gato, mientras daba marcha atrás y pedaleaba con fuerzas por el corredor que conducía al vestíbulo.
Los rayos de luz incidían con fulgor a través de las espesas copas, que inundaban con sus ramales el porche de un fragante verdor a lilas y eucalipto.
Joe se atrevió finalmente a cruzar el umbral de la cancela al tiempo que los Rosales de unos parterres aledaños parecían inclinarse en un saludo de admiración. Para nuestro aventurero amigo, todo era nuevo: el Sol y la brisa repleta de sabores procedentes de la campiña. Y ante su inocente mirada discurría un estrecho sendero que se perdía entre las sombras y setos hasta encontrarse con un afluente del Río Shannon, la sangre azul de los valles irlandeses.
"Sólo falta un poco más y ya habré llegado al bosque", se decía. "Me haré un barquito con las cañas de bambú que recoja en la ribera y veré un nuevo anochecer bajo un nuevo techo sembrado de estrellas titilantes, y... Y seré el único superviviente de los míos que se entregó a la deriva del río en busca de un cuento de niños...", murmuró desdichado.
Y tal le fueron las cosas como había estado rumiando en las últimas horas. Y construyó un barquito que llevaba por vela dos tréboles de cuatro hojas, y lo botó al río, y se dejó llevar por su curso mientras la Luna reflejada en sus párpados otorgaban a sus ojos color cielo un tono violáceo.
Mientras soñaba con el formidable Tucán desplegando sus alas sobre Light Waters, unos chubascos le despertaron. Pronto se vio envuelto en un aguacero que arrastraba con violencia la embarcación hacia unas afiladas rocas. Trató de enderezarla, pero sus vanos intentos nada pudieron contra la tempestad. Se oyó un clac y a continuación fue arrastrado por la bravura de las aguas. Y poco después un click mientras su casaca se enganchaba en las garras de alguna ave.
Debía de estar amaneciendo, cuando abrió los ojillos arrugados por la humedad. No podía creer lo que veía. Cientos, no, miles de ojos que lo observaban curiosos entre las zarzas, mas un par de ellos lo miraban a lomos de un gran Tucán rojo.
Irodaila, el Espíritu del Bosque |
»Ahora, ¡mírate! —le ordenó la dama de cabellos de musgo.
Joe observó con detenimiento sus brazos y piernas desnudas, su color era como el de la piel humana. Y unas gotitas saladas le resbalaban por las mejillas. Saboreó una de ellas con perplejidad y regocijo.
—¿Estoy muerto? —preguntó.
—Estás más vivo que nunca, ahora debes partir. ¡Corre y vuela! Encuentra tu destino.
No muy lejos de Dublín, un hombre no paraba de mirar el reloj que había al fondo de un pasillo de paredes blancas. Daba vueltas sobre sí mismo, devorado por la ansiedad. Entonces un grito de mujer ensordeció la sala y otro hombre con un batín beige, anunció la buena nueva.
—Es un niño, fuerte y sano. Pase a conocer a su hijo.
Su esposa mecía entre sus brazos a un dulce bebé de ojos color de cielo. Enseguida comprendió que llamarían al niño Joe, como su padre, como su abuelo.
FIN
Juan M Lozano Gago (c) Todos los derechos reservados
The Everly Brothers - All I Have To Do Is Dream